Lleva horas sentada en la cama, frente a la única ventana de la habitación. Los brazos rodeando sus piernas y la mirada perdida en ese horizonte mental. El pensamiento vuela lento, frenado por las ataduras y las penosas experiencias.
“La vida empieza mal para muchos. No, para muchos no, para muchas como nosotras”. Se recuerda esa misma mañana acomodando el cuello del guardapolvo de su hermanita, poniendo en su lugar un mechón desobediente, que volvió a caer en la frente ni bien lo soltó. Igual que los mechones de su vida.
La dejó en la puerta de la escuela apretándole con fuerza la mano como para convencerla, y convencerse, de que evitaría que la vida siguiera siendo mala con ambas. La miró atravesar la puerta. Cuánto le agradece a la gorda Mirta. Ella denunció al viejo. “Claro, sabía bien lo que pasaba, pero no se animaba porque mi vieja no decía nada. Mi vieja, ¡pobre!... ¿pobre?...”
Desde hace un tiempo está aprendiendo cómo llegar a la noche, meterse en la cama sin temblar, sin que el corazón le lata a mil por temor al aliento a alcohol, al olor agridulce y al peso insoportable. Deseaba cada vez morirse ya, ahí mismo.
Cuando entró al “Hogar” se quitó de un manotazo las lágrimas que bajaban con bronca, más que con dolor. A los quince años sabía ya demasiado de la ruindad humana, por eso se prometía que su hermana no perdería las ganas de jugar, de aprender a ser feliz. “Me ocuparé de eso”.
Ya ahorró lo suficiente para comprarle esa muñeca que tanto desea. Y seguirá ahorrando. Es que necesita tanto darle lo que nunca recibió. Sobre todo ternura. Aunque aún no sabe cómo, no permitirá que le roben lo que a ella ya nunca podrán devolverle: la esperanza.
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