Polola sentía que el destino era ingobernable, que nada podía hacerse contra él. Por eso había aceptado con pasividad los hechos ¿Cómo hubiera podido cambiar las cosas? ¿Quién era para rebelarse?
Desde la partida de su madre todos volcaron en ella la responsabilidad de llevar adelante la casa. Su padre y sus tres hermanos actuaban como si desde siempre las cosas hubieran sido así y Polola luchaba contra ella misma para no decepcionarlos.
Empezó a dejar de soñar de a poco. Primero desechó su sueño de alejarse del lugar. Había heredado una familia. Era incapaz de abandonarlos. Y ni siquiera pensaba en esto, cuando llegó al almacén aquel amigo de su hermano mayor. Con sus miradas, con sus palabras, con su interés, despertó en ella antiguos deseos, nostalgias dormidas. Pero claudicar hubiera significado infidelidad.
Para entonces atendía a los cuatro hombres y el almacén. Allí también le dejaron toda la responsabilidad. Los viajantes, las compras, los gastos, todo estaba bajo su control. Se multiplicaba para no fallarles.
Cuando Cacho, el mayor, se casó sintió celos, pero llegó a la conclusión de que él necesitaba una esposa y, aunque Celeste le parecía demasiado moderna, aceptó con resignación la nueva situación.
Por entonces, sumó a su vida tareas de enfermera. Su padre empezó a sentir los primeros síntomas de aquella enfermedad. No había en el lugar quien pudiera aplicarle las inyecciones que diariamente necesitaba. El doctor Rosales, con paciencia, le enseñó y Polola, que siempre se había sentido incapaz de esas cosas, aceptó en silencio este nuevo desafío.
Entretanto, su hermanito menor se enamoró locamente de la hija del puestero y su deseo de casarse casi de inmediato la sorprendió; quiso resistirse, pero, ¿Cómo hacerlo? Todos estaban tan contentos que no se atrevió a decir nada. La familia se reducía cada vez más. La larga enfermedad del padre no le permitía pensar mucho en ella, aunque cada tanto sentía una suave pero persistente melancolía, que atribuía a la pena de saber que el fin se acercaba. Cuando el pobre viejo murió, tuvo que encargarse de todo, no podía contar con sus hermanos casados porque sus cuñadas no lo permitían. Una, porque se ocupaba sólo de sí misma; la otra, ¡era tan joven e inconciente! Y Mario, el soltero, sólo servía para el juego y la bebida. Y así, Polola comenzó a vivir esta nueva vida en la que ya no tenía familia a quien atender. Ahora podía empezar a pensar en ella, pero ya ni sueños le quedaban. Por eso, siguió resignadamente en el lugar. El almacén era el único contacto que le quedaba con los otros.
Su vida transcurría sin sobresaltos ni mayores problemas hasta que llegó al lugar el nuevo administrador de “La Cautiva ”, Don Alberto. Polola lo conoció el día que entró al almacén con sus tres hijos a comprar harina. Le pareció que los chicos eran alegres y cariñosos, sobre todo cuando rodeaban a su padre como pichones. Pasó mucho tiempo hasta que Polola supo que era viudo y fue por la pequeña Laura. “Yo extraño mucho a mi mamá, ella se murió ¿sabés? Era dulce y buena como vos, por eso me gusta venir al almacén”.
Un día, tuvo conciencia de que los chicos venían cada vez más seguido, pero lo que la sorprendió fue descubrir que el padre también. Sus conversaciones se iban haciendo más personales, más profundas. Coincidían en muchas cosas, especialmente en lo relacionado con los chicos, con quienes había logrado más que amistad. Ya la consultaban para casi todo y, poco a poco, comenzó a participar en cuestiones familiares y reuniones.
Por eso, cuando Alberto (ya era Alberto a secas) le propuso que se casaran y compartieran sus vidas a Polola le pareció que ése era su destino.
Sin embargo, esa mañana al levantarse después de otra mala noche, su mirada se detuvo en cada objeto: la carpetita de crochet que tejiera su madre, la vieja radio que acompañara sus horas de soledad, aquella lámina de almanaque con un paisaje antes soñado y hoy, descolorido por el tiempo. Lentamente, se acercó al ropero, se miró con minuciosidad en el espejo, alzó los brazos y bajó la valija de cartón marrón cuyos bordes había desgastado el roce con el mueble. Suave pero decidida, comenzó a llenarla de ropa. Miró su reloj, cruzó el almacén, única salida de la casa, y, antes de cerrar la puerta echó una mirada, la última, al lugar. Sus pasos lentos la llevaron a la estación. Compró un pasaje y cuando el tren comenzó a andar tuvo la certeza de que su madre se sentiría feliz al saber que por fin, después de tantos años, había aceptado vivir con ella en la ciudad.
2 comentarios:
Que bella historia...
Gracias Colombina.
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