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miércoles, 27 de julio de 2011

El noruego.

Contar la historia de Knut Johan, el noruego, como real, es caer en espejos convexos y por eso prefiero empezar a contar lo que pudo ser el principio y obviar detalles.
Tenía cerca de treinta años cuando partió desde sus fiordos noruegos en un barco inglés, si bien su oficio de marino era de toda la vida, nunca había subido a otro barco que no fuera de su nacionalidad. Pero en ese tiempo el helado puerto nórdico había caído presa de una terrible depresión seguida de una huelga portuaria y él que no quería fallarle a los compañeros navegantes, tuvo que salir en el barco inglés porque en su casa había dos gemelos nuevecitos que debían de ser alimentados por una madre muy joven.
Los compañeros aceptaron sin reproches y él logró que lo contrataran los ingleses, no sabía una palabra de inglés, pero en el motor de los barcos gigantes, el lenguaje de los engranajes era su especialidad.
Partió con rumbo a Brasil el 26 de mayo de 1965, su paga en libra superaba ampliamente lo que ganaba en coronas en barcos noruegos, era su primer viaje atravesando continentes. Así que se encerró con las máquinas intentando que el viejo barco funcionara como debía, cosa no fácil de lograr porque comprendió enseguida que el barco no estaba en condiciones para tan larga travesía.
El viaje, tedioso al principio se volvió insoportable después. El noruego pasaba encerrado entre la grasa, los tornillos, los motores, no se preocupó por entenderse con sus compañeros de habla inglesa, no se comunicó prácticamente con nadie, si necesitaba algo especial, lo pedía con toscas señas.
Debido al deterioro del barco, las escalas no previstas fueron varias. Acabadas las provisiones de güisqui el noruego bajó a algún puerto en busca de alcoholes diversos.
Sin hablar, mudo, taciturno, el hombre bajaba compraba sus bebidas y regresaba a su trabajo. Los otros, avezados hombres de mar también, se encogieron de hombros ante la actitud hostil del tipo encerrado entre los motores y las botellas. Quizá alguno intentó hablarle alguna vez, pero sabemos que él no permitió el diálogo, ni la comunicación. Se encerró cada día más en su mutismo, el trabajo y la bebida. El viaje, y eso forma parte de la historia real, duró casi el triple de lo programado.
El barco ancló en Río de Janeiro como era su destino real. El noruego bajó en ese puerto por sus bebidas, pero jamás regresó al barco.
El calor en esos días era fuera de tiempo y asediaba, para nosotros habitantes de estas zonas son una costumbre que llamamos “ veranillos”. Pero al nórdico lo sofocó el calor, bajó del barco y tuvo visiones borrosas que lo hicieron ahogar en caña brasilera la impresión tórrida. Fue recorriendo la zona portuaria y tomando en grande sorbos la bebida blanca y ardiente. Se fue metiendo en las calles, en el calor húmedo e indisciplinado, entre la gente alegre que parloteaba un idioma desconocido, fue bebiendo y mezclando la caña con cervezas heladas y la sensación de impotencia del largo y mudo viaje, lo pusieron del otro lado del abismo del alcohol.
Porque el hombre bebió y siguió haciéndolo, como castigándose, como culpándose, no paró de beber en tres días y tres noches completas. Cuando los marineros ingleses salieron a buscarlo porque el barco partía, cuando lo vieron, no lo reconocieron, el hombre ya no era él mismo.
Se volvió una fiera: rompió bares, cabezas a botellazos, puertas, mesas, se dio el mismo la cabeza contra las paredes, azotó prostitutas, hizo una barullo tan grande que fue recordado por muchos como: a dia di loriño maluco, algo así como el día del rubio loco.
Gritando en un idioma absolutamente desconocido, lleno de su propia sangre la ropa raída, fuera total de control, lo encontraron las sirenas de los autos de policía que se lo llevaron. Cuentan que no podía con él cuatro policías uniformados, que usaron palos y golpes pero el urso del norte era como un gigante irrompible, los ojos azules le llameaban y volteaba a los uniformados como muñecos de trapo.
Entonces llegaron con la ambulancia del manicomio local y lo pudieron enchalecar entre diez o doce.
No sé cuanto duró su estado de demencia alcohólica, lo conocí hace sólo unos cinco años, cuando ya era toda una institución pacífica y sombría que nadie tenía en cuenta en el hospicio.
Supuse que aquella intoxicación le debió durar días o quizá un mes, la desintoxicación la hizo solo, luego entre drogas y choques lo dejaron manso como cordero. Cuando resucitó de su pesadilla, el barco inglés ya era un punto invisible en el horizonte y él, ni siquiera sabía dónde estaba ni por qué.
Lo siguieron dopando y lo dejaron deambular por ahí, como siempre en estos lugares, los familiares nunca vinieron, nadie lo reclamó y además, jamás se le entendió una sola palabra cuando intentó comunicar algo.
Me contaron que varios médicos jóvenes se acercaban mucho al principio, intentaban con el inglés, o el francés, incluso un alemán intentó con persistencia buscando la comprensión pero el hombre, al escucharlos se encerraba más en su obsesiva forma de bajar la cabeza y no hablar ni gesticular, nada. Cerraba las puertas de su entendimiento, de sus oídos y murmuraba en su idioma sin esperar respuestas. Nunca se lo vio hacer un esfuerzo por comunicarse.
Era aún muy alto y fuerte, rubio al extremo y los ojos lucían un azul profundo. La espalda la mantenía siempre erguida y su murmullo era como monosilábico y pacífico, era como un rezo en letanía. Los otros enfermos, lo respetaban, no lo molestaban. Las enfermeras y médicos lo ignoraban. Él no molestaba a nadie, masticaba su comida con la boca cerrada, no babeaba ni hacía obscenidades, no discutía, no aullaba, ni perseguía a las visitas.
La jefa de enfermeras me avisó, el primer día que me tocó darle su medicación, que él la tiraría: hacía años que tiraba los medicamentos. Todos los médicos y enfermeros lo sabían pero, el pobre noruego era el mejor ejemplar de animal domesticado que se podía encontrar en aquel triste lugar lleno de locos, y entonces, permitían el intercambio: él no tomaba medicamentos, ellos lo sabían pero él no molestaba y su conducta era la de un niño bueno.
Durante los tres años que ofrecí mi voluntariado en el lugar lo vi hacer su rutina que, según los médicos más viejos, era la de hacía más de veinte años: se levantaba al alba y se bañaba con agua helada en cualquier época del año, lavaba allí mismo con esmero su ropa y esperaba paciente que le entregaran la seca. Si algún enfermo lo molestaba lo corría con su altura colosal y su dialecto insufrible. Comía todo lo que le daban, fumaba si alguien le daba cigarrillos pero no los pedía, pasaba la tarde entera en el patio central sin molestar para nada. Canturreaba apenas y se paseaba con su espalda derecha mirando un horizonte que no existía.
Debió de padecer una procesión interna desconocida, su concentración en medio de tanto loco era casi mística pues era imperturbable. Nada lo alejaba de su rutina, de su murmuración con sí mismo, su canturrear era lento pero acompasado sonando en su lengua extraña. Llegamos a creer, y no sólo los voluntarios sino varios profesionales, que era su lenguaje de loco, que había inventado aquella especie de lengua.
Después de aquella veintena de años, ya nadie recordaba muy bien por qué y cómo había llegado hasta allí. Jamás había intentado escapar, no había golpeado a nadie y mucho menos, molestado, sin dudas, su procesión y su fuga eran internas.
Lo asistí en mi labor de voluntaria por un azar del destino que me llevó hacia ese lugar, intenté todo el tiempo dialogar con él, en español, en portugués, en italiano que son las lenguas con las que me defiendo, era imposible, porque directamente no me oía, yo llegué a plantear si no tendría problemas de audición. Pero ya habían descartado esa posibilidad por reflejos que tenía ante ciertos sonidos. No podía, o no quería, hacerse entender y menos, entender lo que le decían. Así fue como me acostumbré a su rutina como todos los demás y fue dejando de interesarme la historia del coloso rubio que canturreaba en el idioma propio. Sin embargo cada vez que me lo cruzaba en el patio y lo miraba, no podía sostenerle el segundo que duraba el cruce de miradas: un mar profundo en el fondo azul de sus ojos me decían de algo que había más allá de su loca rutina vaga. Un alma profundamente atormentada se paseaba con su espalda erguida como buscando una huella.
Me había olvidado de él cuando otro azar del destino trajo al doctor Shueider al hospicio, era un hombre simpático y cincuentón que había vivido por diferentes circunstancias políticas en Europa durante muchos años. Vino también intentando colaborar por un año con nosotros pero, el hacinamiento y el empobrecimiento del lugar prolongaron su estancia. Y sucedió. Un día cualquiera se cruzó al noruego en el patio central, se detuvo y comenzó a seguir su caminata escuchando su canto. Traté de inmediato de ponerlo al tanto del caso del rubio loco que manejaba su propio léxico desconocido pero me paró con un gesto, y siguió caminando junto al hombre.
De pronto le dirigió aquellas palabras y el rubio de mirada perdida se detuvo. Unos segundos más tarde, le contestó. El diálogo se prolongó más o menos media hora, con avances y retrocesos, supongo, pero fue la revolución de ese día y los dos meses que siguieron.
El propio doctor tomó el caso en sus manos, le hizo innumerables pruebas. Exámenes diversos, y luego, nos dio su diagnóstico: El noruego había vivido más de veinte años entre locos pero era un hombre normal, no se había comunicado con nadie por un mutismo que seguramente lo aterraba a él mismo porque de su estado de delirio alcohólico recordaba casi nada y del barco que lo había traído, muy poco.
La burocracia del hospital era como la de todos, el pobre noruego soporto estoicamente pruebas infinitas, el médico que lograba hablar medianamente su idioma fue siempre su intérprete. Entonces el noruego, el rubio loco, ignorado, y dejado a la deriva en los patios, cobró resonancia, importancia y hasta la popularidad que sólo da la prensa.
La Embajada fue solicitada por la dirección del hospital psiquiátrico. La prensa no dejó pasar la noticia. El noruego fue alojado en un ala de privilegio donde los voluntarios y los enfermeros teníamos nuestras salas de descanso, sin embargo, su rutina seguía siendo la misma si bien la ropa que le fueron dando fue mejor. Su baño con agua helada, sus caminatas, sus cantos lentos, siguieron junto a la espalda derecha y la mirada profunda pero, la sombra de una sonrisa se dibujaba levemente en la comisura de su boca.
Y desde atrás de otra burocracia, la de la Embajada, surgió la noticia que un marino noruego era buscado por sus familiares por América del Sur desde hacía más de veinte años.


Los ojos azules brillaban más que antes, la espalda permanecía rígida y erguida, la cara lucía perfectamente afeitada, tenía un poco más de cincuenta años pero representaba muchos más.
Fui al aeropuerto el día que un avión lo llevó de nuevo a su lejano país, los periodistas acosaban al doctor Shueider, su descubridor, también al director del hospital y al embajador noruego, así que apenas pude acercarme y estrecharle la mano, fue un apretón breve, le deseé la mejor suerte del mundo en una frase chapuceada en noruego que me había enseñado su traductor... me miró con ojos triunfales y me dijo algo que nunca supe que fue.
Vi descender del avió a dos hombres jóvenes, idénticos entre ellos, altos, fuertes, muy rubios, con ojos azules. Miré a nuestro noruego, lo vi sonreír anchamente por primera y última vez, lo vi avanzar los pasos tambaleantes por la emoción, vi el abrazo fundido de los tres mientras los flashes de los fotógrafos y las cámaras de televisión peleaban por la primicia.
Gozando me fui alejando sin dejar de mirar un poco al inconmovible nórdico, el gigante del manicomio, el hombre que soportó con la espalda erguida vivir entre locos, ignorado e ignorando, y allí se iba, llorando y riendo, abrazado a sus hijos, como cualquier hombre normal que regresa al hogar desde la guerra o del infierno, que es lo mismo.

lunes, 25 de julio de 2011

Dejo constancia

Por la presente, y delante del Comisario Sr. Gómez, el suboficial Mandriotti, el adjunto Recchi y los señores: Martín Tulias  y María Blanco, como mis testigos, hago la siguiente declaración, que deberá tomarse como descargo de las acusaciones que injustamente he recibido.
Desde el año 1979, en que descubrí mis poderes para curar  las enfermedades del cuerpo y del espíritu, realizo esta tarea en mi domicilio de la calle Yapeyú a la altura del 2166.
Yo, Blanca Larriera, hasta entonces una vecina más del lugar, participé de un accidente el día 22 de agosto del citado año. En el mismo, salvé  la vida del Sr. Ángel Correa, quien, de no haber sido socorrido por mí, hubiera fallecido en minutos.
Paso a aclarar: Transitaba yo en mi “Estanciera” modelo 1956, por la avenida Martín Miguel de Güemes a la altura del 1400, cuando el susodicho Correa, que circulaba en una “Siambretta”, pretendió ingresar a la citada avenida en la intersección con Encalada, a gran velocidad y sin observar el tránsito. Sin poder evitarlo, lo embestí y, al caer debajo de su propia moto, sufrió el corte de una arteria en su pierna derecha. Creo innecesario aclarar que este tipo de accidentes provoca una hemorragia difícil de controlar. Sin embargo, movida por una fuerza desconocida hasta entonces por mí, me acerqué con tranquilidad al herido y luego de bajarle, con todo respeto,  los pantalones, coloqué mi mano derecha a sólo un centímetro por encima de la herida del pobre hombre (quien puede dar fe de lo que digo) que, casi en un desmayo, pudo constatar que la  hemorragia se cortó de inmediato. Ante su asombro, y el mío, por supuesto, se puso de pie, lo ayudé a subir a mi vehículo y lo trasladé al hospital, lugar donde, con la consternación de los médicos y enfermeras (por el corte sin hemorragia) fue suturado con quince puntos. De   más está decir que esa tarde, su esposa y su hija, que vinieron a  agradecerme el gesto, salieron de mi casa mucho más tranquilas de lo que llegaron, pues puse sobre ellas mis manos, que, ya lo había comprobado, tenían el  poder de sanar. Además, la señora de Correa (también puede ser indagada por estas autoridades) me confesó una dolencia de larga data.
Que quede constancia de que se trataba de “culebrilla”.
Sin tocar su cuerpo, puse mis manos a un centímetro de su cintura y di dos vueltas a su alrededor, en la tercera, la citada hizo que me detuviera, pidiéndome que le dejara mirar su cuerpo, porque sentía una extraña sensación. La hice pasar a mi dormitorio, al lado del hall donde nos encontrábamos y allí, junto a su hija, pudo confirmar que su enfermedad había desaparecido.
A partir del citado día, año y accidente, la voz de mis poderes corrió por el barrio, la ciudad y lugares  vecinos,  primero y lejanos, después.
Importantes curaciones de todo tipo he realizado a personas desconocidas, así como a muchas personalidades: políticos, empresarios, gente de la cultura, quienes siempre agradecieron mi intervención (milagrosa según ellos) con algún dinero u otras vituallas. No como pago, aclaro, sino en agradecimiento, como dije anteriormente.
Sin embargo, el pasado 22 de agosto (adviertan ustedes la coincidencia) desperté con una extraña sensación en mi estómago y en mis manos. Pero, preocupada más por el bienestar de mis pacientes, que por mi propia salud, hago caso omiso a estos indicios y luego de un rápido desayuno, comienzo a atender a la gente que, a esa hora,  ya había formado una larga cola frente  a mi casa.
Aclaro ahora, y para que quede constancia de ello, que estas personas nunca molestaron con palabras o hechos a mis vecinos, quienes a pesar de ello, siempre han hecho denuncias en esta Comisaría, con razones infundadas.
Volviendo al citado día, pude comprobar con asombro que ya no tenía en mis manos el poder.
Como soy una persona sincera, todos ustedes han podido comprobarlo a esta altura de mi confesión, transmití este hecho al paciente que estaba ante mí, quien con mirada aterrada, me acusó de mentirosa y de que lo hacía porque sólo me había entregado (en agradecimiento anticipado), diez pesos. El escándalo que armó alteró a la larga cola y debí salir a ponerlos en  conocimiento  de la terrible verdad. Fue cuando, sin creer en mis palabras, comenzaron a ofender mi dignidad y a acusarme de egoísmo frente a sus dolores.
Esta es la razón por la cual, estimadas autoridades, decidí mudar el consultorio de mi casa particular y establecerme en esta clínica, donde, desde entonces realizo mi trabajo a conciencia. Sobre todo a conciencia tranquila, porque no oculté a nadie la verdad.
Por todo lo dicho, dejo constancia de que si alguno de mis pacientes denunció que no fue curado por mí (a pesar de su agradecimiento), el mismo sabía, antes de consultarme, que mis manos ya no son lo que eran.
Firmo de puño y letra, y firman mis testigos.

Blanca Larriera                           Martín Tulias                      María Blanco

jueves, 21 de julio de 2011

Juicio al silencio y la palabra

Hasta el Juez Supremo han llegado rumores sobre comportamientos impropios de dos, en quienes confiaba plenamente: el Silencio y la Palabra.  Como siempre, antes de tomar cualquier decisión, los ha citado para escuchar las razones que ambos, libremente, expresarán ante él.
El silencio, fiel a sí mismo, viene envuelto en una capa oscura y en el hermetismo más profundo. La Palabra, en actitud poco habitual, mira pensativa hacia un punto inexistente.
Llegan a un lugar que no es centro, pero tampoco periferia.  Elevada sobre una tarima, aparentemente sentada, se vislumbra una figura. Los visitantes hacen esfuerzos por identificarla, pero la luz que emana de ella, les impide distinguir sus rasgos.
Sin embargo sienten... saben, que han llegado al final del camino.
Un gesto y una voz que los envuelve autorizan al Silencio a comenzar:
“Quizá piense usted que es impertinencia, pero en honor a mi gran amiga la Verdad, no puedo hacer más que exponer mis sentimientos”
Y mirando a su antagonista agregó: Debo solicitar su generosa colaboración, Sra. Palabra.       
Sólo cuando ésta asintió con una sonrisa burlona, continuó: “ Siento que no me aparto un ápice de la realidad cuando afirmo que sólo por obra de la palabra, aquellos que confiaron su secreto, se han visto traicionados; que ha sido con su intervención que la soberbia se disfrazó de sabiduría y creó las peores confusiones; que, por obra de sus abusos ha quedado vacía de contenido su propia naturaleza. En cada intervención está acompañada de verbos reflexivos, que sólo se miran a sí mismos; mientras, perdió en el camino los verbos transitivos que llevan hacia  los demás. La misma palabra ha permitido que se cometa el error de enseñar su uso a los niños  sin advertirles que, de su abuso sólo nace el arrepentimiento. Porque... sólo en el Silencio nacen los grandes pensamientos y maduran las mejores obras. El sentir más profundo y las obras más caritativas recurren a mí. Saben que en el Silencio interior es donde encuentran el camino hacia el otro, lo otro y el universo. Toda la historia de la humanidad lo prueba. Los hombres me buscaron y cuando me encontraron lograron ser grandes.
Recuerde, Señor, a Moisés quien pudo ascender por mi intermedio para poder recibirlo”
Hizo entonces el Silencio lo que era esperado de él. 
Nuevamente la voz los envuelve autorizando a la Palabra, quien dice:
 “Cuando yo me hago presente, hasta el Silencio se asegura y nos asegura  que conoce, porque sólo se puede nombrar lo que se conoce. Con total certeza afirmo que el que calla cuando debiera utilizarme sólo expresa su consentimiento. Calla el cobarde, porque cree que es su forma de no asomarse al peligro. Puedo afirmar, sin embargo, que también el que calla es tomado por peligroso y que, quien se teme a sí mismo, se refugia en el silencio. Y hay quienes permanecen mudos, con el semblante serio sólo para   parecer  inteligentes. Sin embargo, cuando la vida no se ajusta a los sueños, recurren a mí para darle sentido. Por mi intermedio se comunican y unen los corazones y, en ocasiones, hasta me ofrezco para expresar  la indignación. Deseo además, dejar constancia de que Moisés me buscó con ansiedad cuando, en su descenso, debió hacer comprensible el mensaje recibido”.
 El  Juez, reflexiona y  dictamina:
 “Luego del Silencio creativo se hacen indispensables las Palabras.
  Luego del Silencio religioso es imprescindible unirse en una historia común.
  Luego del Silencio del éxtasis es necesario expresar la palabra amor.
  Regresarán y, unidos y en armonía, cubrirán el mundo equilibradamente.   
Cada uno buscará su espacio y colaborará en el éxito del otro. Sólo cuando lo consigan, el paraíso se hará presente...”

Desde entonces el Silencio y la Palabra van por el mundo intentando encontrar un escribano ante quien firmar su contrato de colaboración equilibrada.

                                                                                                            Dora Inés Cortón

viernes, 15 de julio de 2011

Soñándonos.

Solos en la madrugada,
nos descorcharemos el amor
desde la primer mirada.
Se nos unirán los pasos hasta
el hueco dolido del alma,
y nos llegará despacio
el beso abierto a los espacios desconocidos.
Se nos derramará la ternura
por el filo de los dedos
luego, como en torbellinos
tendremos un mar de antojos,
dibujaremos infinitas formas en las
sábanas inocentes y
se nos olvidará para siempre
el tiempo
después del penúltimo suspiro.

Solos en la madrugada
aprenderemos al fin, que
espacio ocupan nuestros cuerpos,
sabremos que cosa son
dos almas entretejidas.
Nos robaremos más y un poco más
de cada uno.
Guardaremos en secreto lo que nos pasó.

Solos en la madrugada...
Encontraremos cajas, baúles , arcones,
para ocultar la magia que nos perteneció.
Solos en la madrugada...
vendrá el después y uno
y otro, en cada hemisferio del mapa,
nos recordaremos.
Solos en la madrugada...
Volveremos a soñarnos, a desearnos,
a querernos...
Volveremos a sufrirnos, padecernos,
esperarnos...solos en la madrugada.

jueves, 14 de julio de 2011

Alto costo

   Lleva horas sentada en la cama, frente a la única ventana de la habitación. Los brazos rodeando sus piernas y la mirada perdida en ese horizonte mental. El pensamiento vuela lento, frenado por las ataduras y las penosas experiencias.
   “La vida empieza mal para muchos. No, para muchos no, para muchas como nosotras”. Se recuerda esa misma mañana acomodando el cuello del guardapolvo  de su hermanita, poniendo en su lugar un mechón desobediente, que volvió a caer  en la frente ni bien lo soltó. Igual que los mechones de su vida.
   La dejó en la puerta de la escuela apretándole con fuerza la mano como para convencerla, y convencerse, de que evitaría que la vida siguiera siendo mala con ambas. La miró atravesar la puerta. Cuánto le agradece a la gorda Mirta. Ella denunció al viejo. “Claro, sabía bien lo que pasaba, pero no se animaba porque mi vieja no decía nada. Mi vieja, ¡pobre!... ¿pobre?...”
   Desde hace un tiempo está aprendiendo cómo llegar a la noche, meterse en la cama sin temblar, sin que el corazón le  lata a mil por temor al aliento a alcohol, al olor agridulce y al peso insoportable. Deseaba cada vez morirse ya, ahí mismo.
   Cuando entró al “Hogar” se quitó de un manotazo las lágrimas que bajaban con  bronca, más que con dolor. A los quince años sabía ya demasiado de la ruindad humana, por eso se prometía que su hermana no perdería las ganas de jugar, de aprender a ser feliz. “Me ocuparé de eso”.
   Ya ahorró lo suficiente para comprarle esa muñeca que tanto desea. Y seguirá ahorrando. Es que necesita tanto darle lo que nunca recibió. Sobre todo ternura.  Aunque aún no sabe cómo, no permitirá que le roben lo que a ella ya nunca podrán devolverle: la esperanza.

miércoles, 6 de julio de 2011

Regalo para mi origen

Te escucho abuelo                                
y mientras crece tu relato                     
tu voz va dibujando                              
el nombre con aroma a hogar               
 y con sonido a puerto.                           
Portugal, dicen tus labios                        
y mis ojos navegan pensamientos         
en el mismo barco que te trajo un día                                   
y que en un instante                        
me lleva de regreso.                          
Tu boca, mece en las olas               
patria, nogal, olivos, naranjales
y en el mapa nacen frutos
entre valles, aldeas,
montañas, frescas fuentes.
Lejos está el huerto
y el otro abuelo, que es tu abuelo.
El que con voz intensa
canta el mismo fado
que bailo en el deseo,
allá en el tiempo.

Que eras niño, cuentas
y que el mar enfurecido
quiso negarte hasta el  adiós
cuando partiste.
La voz que se hace joven
se desfleca en susurros
y…  madre, dices.

Pero ya brilla en tus ojos
la silueta de tu padre
en este puerto,
el del río calmo
con color a tierra
que se teñirá de verde
y regalará cada año
olas de trigo
donde bailen otro fado
los  nuevos tiempos.
Y aquí, también un huerto
y este abuelo, que es mi abuelo.
Y un ciruelo, y un nogal
que entrelazan en sus sombras   
los dos amores   
que elegiste hacer eternos.

lunes, 4 de julio de 2011

Almacén “La Polola”

Polola sentía que el destino era ingobernable, que nada podía hacerse contra él. Por eso había aceptado con pasividad los hechos ¿Cómo hubiera podido cambiar las cosas? ¿Quién era para rebelarse?
Desde la partida de su madre todos volcaron en ella la responsabilidad de llevar adelante la casa. Su padre y sus tres hermanos actuaban como si desde siempre las cosas hubieran sido así y Polola luchaba contra ella misma para no decepcionarlos.
Empezó a dejar de soñar de a poco. Primero desechó su sueño de alejarse del lugar. Había heredado una familia. Era incapaz de abandonarlos. Y ni siquiera pensaba en esto,  cuando llegó al almacén aquel amigo de su hermano mayor.  Con sus miradas, con sus palabras, con su interés, despertó en ella antiguos deseos, nostalgias dormidas. Pero claudicar hubiera significado infidelidad.
Para entonces atendía a los cuatro hombres y el almacén. Allí también le dejaron toda la responsabilidad. Los viajantes, las compras, los gastos, todo estaba bajo su control. Se  multiplicaba para no fallarles.
Cuando Cacho, el mayor, se casó sintió celos, pero llegó a la conclusión de que él necesitaba una esposa y, aunque Celeste le parecía demasiado moderna, aceptó con resignación la nueva situación.
Por entonces, sumó a su vida tareas de enfermera. Su padre empezó a sentir los primeros síntomas de aquella enfermedad. No había en el lugar quien pudiera aplicarle las inyecciones que diariamente necesitaba. El doctor Rosales, con paciencia, le enseñó y Polola, que siempre se había sentido incapaz de esas cosas, aceptó en silencio este nuevo desafío.
Entretanto, su hermanito menor se enamoró locamente de la hija del puestero y su deseo de casarse casi de inmediato la sorprendió; quiso resistirse, pero, ¿Cómo hacerlo? Todos estaban tan contentos que no se atrevió a decir nada. La familia se reducía cada vez más. La larga enfermedad del padre no le permitía pensar mucho en ella, aunque cada tanto sentía una suave pero persistente melancolía, que atribuía a la pena de saber que el fin se acercaba. Cuando el pobre viejo murió, tuvo que encargarse de todo, no podía contar con sus hermanos casados porque sus cuñadas no lo permitían. Una, porque se ocupaba sólo de sí misma; la otra, ¡era tan joven e inconciente! Y Mario, el soltero, sólo servía para el juego y la bebida. Y así, Polola comenzó a vivir esta nueva vida en la que ya no tenía familia a quien atender. Ahora podía empezar a pensar en ella, pero ya ni sueños le quedaban. Por eso, siguió resignadamente en el lugar. El almacén era el único contacto que le quedaba con los otros.
Su vida transcurría sin sobresaltos ni mayores problemas hasta que llegó al lugar el nuevo administrador de “La Cautiva”, Don Alberto. Polola lo conoció el día que entró al almacén con sus tres hijos a comprar harina. Le pareció que los chicos eran alegres y cariñosos, sobre todo cuando rodeaban a su padre como pichones. Pasó mucho tiempo hasta que Polola supo que era viudo y fue por la pequeña Laura. “Yo extraño mucho a mi mamá, ella se murió ¿sabés? Era dulce y buena como vos, por eso me gusta venir al almacén”.
Un día, tuvo conciencia de que los chicos venían cada vez más seguido, pero lo que la sorprendió fue descubrir que el padre también. Sus conversaciones se iban haciendo más personales, más profundas. Coincidían en muchas cosas, especialmente en lo relacionado con los chicos, con quienes había logrado más que amistad.  Ya la consultaban para casi todo y, poco a poco, comenzó a participar en cuestiones familiares y reuniones.
Por eso, cuando Alberto (ya era Alberto a secas) le propuso que se casaran y compartieran sus vidas a Polola le pareció que ése era su destino.
Sin embargo, esa mañana al levantarse después de otra mala noche, su mirada se detuvo en cada objeto: la carpetita de crochet que tejiera su madre, la vieja radio que acompañara sus horas de soledad, aquella lámina de almanaque con un paisaje antes soñado y hoy, descolorido por el tiempo. Lentamente, se acercó al ropero, se miró con minuciosidad en el espejo, alzó los brazos y bajó la valija de cartón marrón cuyos bordes había desgastado el roce con el mueble. Suave pero decidida, comenzó a llenarla de ropa. Miró su reloj, cruzó el almacén, única salida de la casa, y, antes de cerrar la puerta echó una mirada, la última, al lugar. Sus pasos lentos la llevaron a la estación. Compró un pasaje y cuando el tren comenzó a andar tuvo la certeza de que su madre se sentiría feliz al saber que por fin, después de tantos años, había aceptado vivir con ella en la  ciudad.

domingo, 3 de julio de 2011

Otras letras de otoño.

Me sucede...
en estos días donde las hojas
me miran tiritando desde la veredas,
donde los vientos cambian sus rumbos
y se acercan
los tiempos de lluvias,
y me sucede en estos tiempos
que siempre coincide con
las mismas hojas del almanaque...

...tiempo previo al invierno:
mañanas tristonas
tardecitas diplomadas de noche
alfombras de hojas suicidas...

Entonces me nace, me hiere,
me convoca,
la mágica sensación de armar
líneas mientras se ríen las hojas
allá, afuera,
y desde este lado las palabras
surgen rápidas, raudas
anhelando amores o muertes
que a veces, suelen ser
la misma cosa...

... los fantasmas del pasado
siempre rondan mi casa
desde aquel día,
hasta el último que haya
de beberme,
andarán buscándome en
este equinoccio de soles
esquivos y brisas frescas...
... me quedo mirándolos,
esperando que sus recuerdos
me inspiren los versos
o los cuentos,
son ellos los que dictan desde
su presencia otoñal,
la locura de mis palabras...
me quedo aletargada, esperando
la llegada, los vientos,
las hojas y mis fantasmas...
los veo llegar, mi mano corre rauda
sobre papeles y teclados,
los miro y me veo,
seré yo en algún tiempo
otro fantasma más que ambule
en esta vieja casa,
me miraré en mi propia foto
sin poder gritar
que ya fui,
buscaré las sombras de otros
que fueron conmigo para
que mi errar no sea solitario,
me miraré en los ojos
de mis hijos,
enredaré los dedos de mis nietos
tal vez hasta pueda
susurrarle a alguien palabras
que rasguen papeles
mientras cae el sol de una
tarde tibia...
...descansaré quizá,
porque esa sabiduría no la tengo,
y entonces,
la muerte, sería sin descanso,
otra cosa vana por la que esperamos
sin remedio.

viernes, 1 de julio de 2011

Ustedes y las cosas.

Quedarán mis libros sin amante
y mis escritos sin novia.
Quedará mi ropa por si acaso
alguien pueda entrar en ella y aún, disfrutarla.
Quedarán las tacitas de la abuela y
el increíble crochet que dejó mi madre.
Quedarán cuadernos escritos y
las agendas donde matriculé mis días,
y donde apunté mi amor
y las orgías que hice con nombres
de hombre que me inventé para parir poemas.
Quedará un papelito donde un hombre
jamás pudo escribirme un verso.
Incontables correos de otro
que me amó sin medir la distancia.
Quedarán también en mi obsesivo rincón de recuerdos locos:
pasajes, entradas de teatros , fotografías más antiguas que mis abuelos.
El pasaporte de mi bisabuelo que escondí como reliquia.
Las fotos de mis hijos.
Las de mis nietos.
Las fotos de los niños que escucharon mis cuentos.
Fotos del mar.
Las de los puentes que pude caminar.
De los caminos que pude andar.
Quedarán montones de deshechos que no podrán tirar de una vez.
Y dentro de un cajón, protegidos del tiempo y de todos nosotros,
estarán los pañuelos impecables que mamá
mandaba a usar y nunca lo hice.
Valijas con trabajos de niños,
baúles con ropas antiguas que fueron disfraces.
Pero más que nada y como herencia irreverente
quedarán papeles escritos por todos lados.
¡ cuánta quemazón y disfrute para la chimenea de invierno!
El humo....¿ habrá de llegarme?

Detalles de un crepúsculo


Detalles de un crepúsculo

Centenares de ocultos e invisibles seres
despliegan un poncho calamaco
sobre el interminable verde.
Solemnidad.
El silencio pampeano
arrebatado por el sueño,
descubre retoños de vida:
temblor en el pajonal, un relincho nervioso,
un mugido, el grito de un chajá.
Cae la tarde y hasta el más arisco
acepta la invitación de la naturaleza.
El monte  comienza la danza
que el viento, a su paso, le hace bailar.
El duende, que juega a la vida,
busca en el yuyal su refugio-nido.
Todo se aletarga. El gris es azul.
La niebla,  una gasa que cubre la pampa.
El arroyo viejo entona desde el tiempo
un son que aprendió allá en el manantial.
En el horizonte, en un solo instante,
se pinta una línea ceniza y añil.
En suspiro enorme de aliento reciente
dice  la llanura de un mañana cierto.
Todo se ha dormido.
Comparten el sueño de una nueva luz.