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lunes, 21 de noviembre de 2011

Sobrevivientes.

…me abrí a su hombro, a su pecho, a su cara, a su sexo, a su risa y su osadía. Cuando supe cuanta valentía tenía ya era tarde para cerrarme, me había conquistado y hasta sospechaba que dios existía cuando me abrazaba. Fuimos trotando alegres por el camino de los amores nuevos. Después llegó lo inevitable, el trágico olvido de los fuegos, el camino largo de pensar de nuevo si me equivoqué, si debí, si pude cambiar el destino…pero llegó cantando a muerte, eso no se puede borrar con goma de lápiz. El trazo de la muerte es indeleble. Él postergó su hombría, yo postergué como pude a la misma muerte. Fue muy largo el sendero del dolor, pero lo partía al medio la alegría de un niño pícaro y una princesa rubia. Empecé a garabatear letras, no hice terapia, otra vez jugué a curarme con mis propias manos, las letras se me daban como a él la enfermedad. No me hice famosa. No vendí grandes libros, sólo logré evadir el dolor insano que emanaba su desesperación oculta. Me volví loca. Me batí a duelo con la muerte que le agotaba la vida y era aún tan joven…Salí heroica cantando una melodía inventada. Me puse a tiro con la vida que era otra, otra y otra…pero nada se recupera eso es mentira. Al final, fue nuestra mejor parte aunque ya no éramos tan jóvenes, ni tan soberbios, ni tan enamorados. Me fui un montón de veces, nunca me dejó. Cuando me fui de verdad agonizó de amor otra vez: me volvió a enamorar. No supe cómo decir que no. Y crecí y me vio crecer y sólo se dejó morir cuando me vio lo suficientemente grande como para no morirme atrás de él. Ahora de vez en cuando lo sueño. Sigue siendo un hombre sonriente. Lo veo y me despierto con miedo, pero no sé por qué si al final sólo se murió cuando pudo verme fuerte, cuando pudo verme lejana, cuando pudo verme tan mujer que era capaz de sobrevivir sin él e inventarme otro futuro.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Un tipo así.

Un tipo así, tan de otro mundo diría mi abuela fisgoneando desde su eterno balcón de la costura. No pierdas ese partido, diría mi tía la viuda, la eterna enamorada de las novelas. Un tipo así era casi un suicidio pero me arrojé al vacío… Un gato sigiloso, un caimán devorando, un pretencioso león, un águila…el zoológico vivo, era todo y uno solo. Era el grito agónico de sus pasos en mi corredor, era capaz de ser camaleón…cambiar, cambiar, cambiar… Mi eterno estado de no poder con la rutina me lo agotó con su camuflaje de amante, de patrón, de novio, de esposo devoto, de lujurioso…y comencé a soñar de nuevo. Era tan fácil ser seducida por su varonil presencia y soñar, permitirme soñar…pero entonces llegó aquella capucha atroz, los días del olvido, llegó la ausencia sin aviso, llegó la tortura y la muerte cercana. No fui la misma pero su abrazo me perdonó todo el pasado y todo el futuro. No lo supe. Sólo lo abracé. Parí mis hijos, los suyos, parí mi dolor y luego, agonicé con el suyo por una eternidad. En el camino quedamos los dos con un lazo indestructible que me mareó cuando ya no lo tuve. Ese lazo fue tan fuerte que no supe bien para dónde ir, aunque tenía un largo presentimiento que olía a muerte. Me quedaron los hijos, los nietos que no pudo ver, retoños de su valentía…me quedó el recuerdo solapado guardado en lo hondo de un corazón que de nuevo, se atrevió a soñar pero con los ojos abiertos. Me quedó todo. Lo bueno, lo feo y su estampa de tigre marcada a fuego en el alma.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

En los ojos de la vacas

Hoy estuve de vuelta en el camino. Piedras calientes de sol tempranero, florecitas multicolores, tan pero tan pobrecitas, algún que otro pasto apretado en el borde y el perfume de las vacas que pastan mudas y tristes como siempre. Creo que fue ese aroma campero que me trajo la imagen del viejo medio indio que fue mi tío abuelo, la leche sacada tibia de la ubre rosada, tomarla ahí mismo, romper el sabor contra el paladar de la infancia. Entonces supe que recordaría a mamá. Por lo de la leche, mi primer sabor en la vida. Era una siesta similar a la de hoy. Había un plantío de albaca y unas flores que mi madre aseguraba que bajaban la fiebre, no puedo recordar el nombre, eran azules. Yo tenía mucha fiebre y mamá insistía que en bebiera el agua azulada de las flores. Me negaba, resistía, hasta que mi hermana y mi tía me engañaron, la bebí sin darme cuenta. Creo que al instante vi las vacas, fue la primera vez que las miré a los ojos, tenían los mismos ojos tristes y cansados de las vacas que vi hoy. Ese día cuando bebí el agua vi en los ojos de las vacas al abuelo muerto, tenía su sonrisa de siempre y me mostraba otro camino sin flores azules, sólo amarillas. Me fui con el abuelo y lo perdí en un recodo verde del sendero sinuoso. Quise gritar pero me quedé asombrada viendo como venían hacia mí unos zorros de cola roja. Me miraron con esa cara, tuve miedo, pude gritar pero me hicieron señas que no, con la pata, una seña humana. Hoy en este otro camino, en los ojos de las vacas volví a ver muertos. Pero son tantos que debí traspasar la mansedumbre de esos ojos para enterarme que en el otro camino también hay flores que no son azules. Después caminé con todos ellos y me di cuenta que los llevaba como prendidos a los talones y a la sombra. Son demasiados muertos y a todos los quiero tanto que seguí caminando tratando de no perder de vista a las vacas porque son las únicas que posibilitan estos encuentros atrás de esos ojos mansos que mañana agonizarán en un matadero.