Quien no ha tenido una abuela a la que recuerda por
alguna excentricidad o actitudes que la
hicieron única e inolvidable. Tuve la
suerte de conocer a dos de mis abuelas y de ambas podría contar historias que
me marcaron
Una de ellas, sin
embargo, por cercanía, simplemente
porque era la de la parte femenina de la familia, es decir la mamá de mi mamá,
fue la que cubrió todas las ausencias,
que por enfermedad, tuve de mi madre.
Ella era la que quería verme como una
bella princesita y por eso, cuando me invitaban
al cumpleaños de alguna
amiga se preocupaba, ante mi
estupor, por almidonar un vestido de broderie, cuya tela es naturalmente armada; me hacía
unos extraños rulos con cables, cuyo resultado era unos odiados bucles. Sin embargo, y a pesar de sentirme una
especie de muñeca de caja, el amor con el que lo hacía, lograba más la
comprensión que el rezongo. De más está decir que me acompañaba hasta la puerta
de la citada fiesta, para que nada pudiera pasarme, pero que impedía que
pudiera estrujar la pollera dura y en medio globo, o estirar mis rulos antes de
entrar, lo que hacía ni bien entraba
pidiendo permiso para ir al baño, a veces, hasta conseguía que muy pocos me
vieran tan planchada, almidonada y enrulada.
Era la misma
abuela a la que acompañaba a dormir cuando el abuelo pasaba largas temporadas
en el campo. Se trataba de una fiesta cada vez. Siempre tenía algún proyecto
divertido para esa noche, desde armar una especie de teatro donde, por
supuesto, ya tenía preparada la ropa y detalles con la que yo, la actriz
principal, debía vestirme. ¿El guión? La
mayoría de las veces lo orientaba el
vestuario, otras, iba surgiendo
espontáneamente y sin orden establecido, lo que lo hacía más gracioso.
Pero a veces, a
la abuela le daba un ataque de insomnio y esa noche la dedicábamos a lustrar
pisos y muebles así, se nos hacía las 4
de la mañana cuando caíamos rendidas en la cama. Seguramente fue después de una
de esas largas y frías noches cuando me desperté muy tarde a la mañana
siguiente y, en lugar de atravesar las habitaciones para llegar a la cocina,
intenté salir directamente al patio para acortar camino. Dije intenté, porque cuando quise poner el
pie fuera de la habitación una alta y consistente espuma me lo impidió. La
abuela, atenta a los ruidos de la casa, escuchó la puerta y se apuró a gritarme
que no saliera por allí y le dio un nombre a eso que yo tomé por espuma de lo
que hubiera sido un derrame del más que abundante lavado de ropa, cuando dijo, “nevó
toda la noche, vení que después de desayunar saldremos a hacer muñecos de nieve”.
¿Puede haber una
experiencia más rica para una niña de pocos años?
1 comentario:
Hermosa anécdota, tuviste la suerte de conocer a tus abuelas, algo que le faltó a mi infancia. En cambio tuve un abuelo postizo que cubrió todos mis momentos de niña huérfana de madre y una tía-mamá que me protegió hasta su muerte.
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